sábado, 12 de septiembre de 2009

El escondite de Carolina- 1º parte

Para inaugurar el comienzo de este blog, os traigo esta historia de "suspense" y "terror", cuyo título es: El escondite de Carolina.
No os dire ni siquiera se que trata, pues al ser una historia de terror, no tiene gracia que sepas lo más mínimo, pues quita intriga a la historia. Asi que sin más dilación, os dejo la primera parte de este relato:

Tú crees que lo sabes todo a cerca de las reglas de la vida y la muerte... Tú crees sólo lo que ves... Tú crees lo que ha sido establecido como normal... como la única verdad... Tú crees lo que los adultos te han dicho que debes pensar... Sin embargo, en tu cabeza infantil eres capaz de imaginarte diminutos seres alados que viven entre las flores y pueden hacer lo que más ansiamos... magia. Pero algo en ti te dice que dejes de pensar en esas criaturas fantásticas sacadas de tus mejores sueños, algo que considero una verdadera estupidez, ¿no crees? Qué tontería... claro que no lo crees.
Ahora quiero que pienses... Piensa en cómo, para ser criaturas inexistentes, etéreas, algo que no tiene vida puesto que tampoco tiene muerte, han dado vida a leyendas en todos los rincones del mundo, antes de que estos se comunicaran entre sí. Antes de que Europa se comunicara con América, en Perú o en Francia ya había relatos sobre estos seres, y así, en Japón, Bombay, y el resto de este planeta. Un dato curioso me parece a mí, y probablemente a ti. Nunca se te hubiera pasado por la cabeza algo así, y la verdad a mí tampoco, porque un hecho vale mil veces más que las palabras, como se suele decir.
Yo antes pensaba como tú, como bien he dicho "antes"...
"¿De verdad son las estrellas las que guiarán mis pasos? ¿Son ellas las que escriben mi destino? Bueno... Lo que sí está claro es que son preciosas". Apoyada en la ventana de mi habitación observaba las estrellas mientras por mi cabeza rondaba ese pensamiento.
Se había puesto muy buena noche y se podían contemplar sin ninguna dificultad los astros del inmenso cielo. Era una noche clara, sin ninguna nube a la vista y, por suerte, no hacía excesivo calor a pesar de ser verano.
Vivía en un pequeño pueblo llamado Isla, en Santander. No era muy grande, pero tenía playa y, lo que más me gusta de él es que está rodeado por una gran arboleda, aunque eso en el norte de España es normal.
-¡Mamá! ¡Voy a salir un momento a dar un paseo!- grité cuando ya me encontraba abriendo la puerta para irme.
-¡De acuerdo, hija!
Como suponía, mi madre no puso pegas al respecto, pues que yo diera un paseo por la noche antes de dormir, se había convertido en un ámbito rutinario. Me era muy reconfortante dar ese paseo, que solía terminar en la playa, pues me gustaba verla a la luz de la luna. A mí madre nunca se lo decía, pero siempre me sentaba sobre la fina arena a mirar el agua adentrarse en la tierra para luego huir cobardemente otra vez a su sitio, miedosa por la vida que habitaba en la tierra firme. Me quedaba allí sentada y me olvidaba de todo lo que inundaba mi mente en ese momento. Miraba la mar y dejaba pasar el tiempo.
Aquel día en especial, el agua estaba embravecida y chocaba contra las rocas de los acantilados que allí se encontraban. Por aquella zona del pueblo corría una brisa marina, que provocaba que la sensación de calor fuera menor.
Decidí levantarme para volver a casa, estaba cansada y tenía ganas de dormir. La zona se encontraba en silencio, lo que me pareció extraño, pero no me preocupe por ello... Entonces, pude apreciar la entrada de mi casa y ahí fue cuando mi corazón se paró en seco y la inquietud inundó mi mente. La puerta se encontraba abierta… No… abierta no… Estaba destrozada.
La posibilidad de huir de lo que sea que hubiera en mi casa ni apareció en mi repertorio de opciones. Entré sin pensar, aunque me temblaban las piernas y con ellas, todo mi cuerpo, y lo hice sin vacilación, pero en el momento en que tenía que dar la cara y meterme en el salón me paralicé. Me hice pensar que quizá no fuera tan grave como parecía. Respiré hondo antes de entrar. Lo único que mi oído podía captar en aquel agobiante momento era el sonido de las agujas del reloj al moverse y el ruido de mi entrecortada respiración, la cual se había vuelto tan fuerte como era posible. Al fin, entré. La habitación estaba en penumbras, los muebles estaba destrozados, desparramados por el suelo, convertidos en simples trozos de madera. Pero eso a mí no me importaba, pues mi mirada estaba clavada en unas gotas que mojaban el suelo pintándolo de un rojo extremadamente intenso...

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